Luna
Supe que me había enamorado de la luna, cuando apenas tenía 10 años. De hecho, le prometí en el futuro que, con madurez y precisión, le ofrecería matrimonio; porque era muy pequeño para ese entonces, y de paso, el anillo que improvisé -en los prematuros deseos de inmortalizar nuestro amor- lo hice con los restos de un nido de pájaro que yacía abandonado.
A mi bella princesa, la soñé tanto, que mis
fantasías llegaron a fatigarse. Sin embargo, con todo y la huelga que
hizo la razón hacia mí corazón, la quimera de “ella y yo”, venía hasta
despierta… Me había enamorado de la luna y no había quién me lo impidiera. Porque
ella no me discutía, con ella era libre de ser quién quisiera…
Con ella todo se volvía sencillo, haciéndome
ver, que los adultos crecen con muchos prejuicios de criterios “morales”, que al
final, son totalmente inventados. Con ella, a excepción del éxtasis que sentía cuando estaba a su lado, me sentía en calma. Era hermoso, casi perfecto.
Con la luna, aprendí lo que es la
verdadera felicidad. Algo que es tan complicado de entender en estos días. Era
tan sabía, que nunca me atreví a dudar ni refutar de su brillo, color o fases
de su vida. Estaba tan atolondrado que, si ella me decía que era de noche, yo
con fe y sumisión me aclimataba a su tiempo y espacio; sin importar que los
rayos del sol me ofuscasen, mientras hablábamos.
Y es que, yo sentía que nunca me mentiría... Que estaríamos juntos por siempre, ella y yo… porque no podía tolerar una noche sin ella. Odiaba la oscuridad de nuestro cielo, siendo reemplazado por nubes envidiosas y llenas de lluvias impertinentes. Me enloquecía, no poder observar por las noches, a mi novia. Aunque, en ocasiones, las nubes y lluvias eran dulces acompañantes de mi dama nocturna. Así que, no me importaba compartir un poco el panorama, siempre y cuando, mantuvieran la distancia entre mi bella amada. Para solamente preocuparme por el sol saliente, aguafiestas de mi desvelo.
Me había enamorado de la luna. Y ahora que
recuerdo, me había convertido en un celópata tierno y pequeño, sin dudar por un
segundo que, de tener un oponente, lucharía a capa y espada, apostándole a
nuestro amor y sacrificando mi vida, porque solamente sabía que la amaba y que,
sin ella, no había nada.
Sí, me enamoré perdidamente de ella. El
día en que mis ojos la vieron por primera vez, fue mía, ahí mismo. Ella tan
inmensa y yo tan diminuto. Recuerdo, cuando le compartí golosinas, cuando
me quedé despierto hasta asegurarme de que se había guardado detrás de sus
montañas favoritas. Y recuerdo, mi ocurrente, pero peligrosa valentía durante las
noches de tormentas. Porque pensaba que tendríamos menos miedo, si estábamos
juntos mientras duraba el diluvio.
Me enamoré, y por mucho tiempo, la luna
fue lo que quise tener entre mis brazos desde los diez años. Al ser eso imposible,
usé todas las herramientas para demostrarle el cariño de un niño y el de un
hombre. Pero, ahora que va a pasar casi un siglo... quisiera que, por una sola vez,
su amor me acurruque hasta el último minuto. Porque cuando me vaya de este
mundo y mi existencia se resuma al ciclo de la vida… quisiera, al menos, tener
la dicha de decir que mi luna me dio el amor que yo le profesé.
Mi luna. ¡Mi vida! Me enamoré de ti. Y ya
no sé, ¿qué es el amor sin ti? Por favor, no hagas un eclipse cuando me vaya de
aquí. Porque quiero verte así sea por una rendija. Tan solo eso, verte, como
la primera vez que te vi.
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